La civilización humana prácticamente siempre ha labrado. Hace 5.500 años, en el Antiguo Egipto, ya se utilizaban arados para remover la tierra, hacer surcos más o menos profundos y plantar alimentos. Eran los inicios de la labranza del suelo. ¿Por qué lo hacían? Para facilitar la infiltración del agua y la plantación de las semillas. No eran los inicios de la agricultura, ni mucho menos, ya que ésta se calcula que empezó a desarrollarse hace más de 12.000 años.
Sin embargo, hoy en día está más que demostrado que los beneficios de la labrada en los cultivos sólo son temporales y que el balance hídrico, la materia orgánica del suelo y la biodiversidad son mucho mejores a largo plazo si no se perturba la tierra y se mantiene su estructura. Por ello, reducir o eliminar la labranza es uno de los principios fundamentales de la agricultura regenerativa. Varios estudios demuestran que el suelo captura más carbono y retiene más agua si no se labra, haciéndolo más resistente a la sequía y contribuyendo a mitigar el cambio climático. Además, los organismos que encontramos en la superficie y profundidad del suelo, agrupados como fauna edáfica, pierden su hábitat natural en el momento en que se remueve y se labra la tierra. Por tanto, evitar la labranza también beneficia a la biodiversidad.
Una parte importante del campesinado teme perder parte de la productividad y rentabilidad de los cultivos si reduce o elimina la labranza. Si bien, las experiencias regenerativas de las cuatro fincas catalanas del proyecto RegeneraCat demuestran lo contrario. Una finca agrícola que elimina la labranza no sólo es más sostenible, sino que también puede ser más productiva y rentable. En este sentido, una parte importante de los estudios que se están realizando en RegeneraCat buscan cuantificar estas diferencias y sacar conclusiones empíricas sobre los pros y contras de ese cambio de modelo.